La democratización frustrada


ARMANDO CHAGUACEDA | Guanajuato | 13 Mar 2016/DDC

La evolución de la Rusia postsoviética es un tema fascinante para los interesados en la geopolítica contemporánea. El paso, en apenas un cuarto de siglo, de un régimen postotalitario a una imperfecta democracia electoral, seguido por la ulterior regresión al autoritarismo competitivo, ofrecen un panorama suigéneris sobre las dinámicas de cambio institucionales en el mundo actual.

A estas alturas es un hecho notorio que la democratización rusa fracasó. La triple transición —de superpoder a potencia regional, de economía de comando a capitalismo neoliberal y de monopartidismo a democracia precaria— impactó, con su complejidad y simultaneidad, el nacimiento del nuevo orden. Además, la resiliencia y penetración de la cultura política soviética en distintos estratos de la sociedad lastraron, desde el inicio, el alcance y calidad de la organización y acción cívicas, necesarias para la salud democrática. Todo ello en un contexto de conflictos separatistas y tensiones interétnicas.
La rusa fue una transición polarizada e incompleta, en donde emergieron partidos sin base social, cuyos dirigentes provenían, en gran parte, del antiguo régimen. Una política anclada en el Estado y en la lealtad a sus ocupantes, una frágil representación política encarnada en individuos carismáticos, ante la debilidad partidaria, y altos niveles de apatía y desafiliación ciudadanos fueron, desde etapas tempranas, rasgos del régimen político poscomunista. En cuyo seno, los enemigos de la democracia, provenientes de la vieja nomenclatura, permanecían activos y poderosos, dentro del funcionariado y la sociedad misma.
Si bien el gobierno de Boris Yeltsin (1991-1999) cumplió con los estándares electorales mínimos, no alcanzó los niveles de una democracia liberal y consolidada. En el último trimestre de 1993, con la supresión violenta de la Duma y la aprobación de una nueva constitución presidencialista —hoy vigente— la joven democracia rusa se degradó. Se fortaleció un estilo de hacer política relacionado con la cercanía de los oligarcas al presidente, la pobre rendición de cuentas y el usufructo espurio de los recursos estatales.
Las elecciones presidenciales de 1996, desarrolladas en un ambiente de crisis económica, creciente desigualdad y pobreza, mafias rampantes y escándalos de corrupción, dieron como ganador a un envejecido Yeltsin; que contó con el auspicio de los grandes medios privados, el abuso de los recursos públicos y el apoyo financiero y político de Occidente. Pese a ello, en aquellas reñidas elecciones concurrieron diferentes plataformas políticas, incluyendo a una oposición comunista empoderada en el Legislativo y en los gobiernos locales. Serían los últimos comicios competitivos de la Rusia postsoviética.
De tal suerte, la coalición ganadora encabezada por Yeltsin tuvo pocos incentivos para acometer, durante una década, la democratización de fondo de Rusia. La democracia, identificada por muchos rusos como avenida a las promesas de la modernidad occidental, no trajo los resultados esperados. El deterioro agudo de los indicadores socioeconómicos amplificó el desencanto y pasividad ciudadanos frente a la política. Abriendo la puerta al regreso de un liderazgo interesado en reconstruir un modelo abiertamente autocrático de gobierno. Aquellos polvos trajeron estos lodos.
La autocracia restaurada
El proceso de restauración autocrática en Rusia se completó, en lo fundamental, durante el primer mandato de Vladimir Putin (2000-2008).
Al mundo empresarial se le impuso, a partir de una reunión sostenida en junio de 2000 en la dacha presidencial, un pacto forzoso que establecía el monopolio estatal de la agenda política, bajo la promesa de proteger la iniciativa privada y darle acceso al reorganizado mercado nacional, así como a los recursos y contratos estatales.
Entre 1999 y 2002, el partido oficial, llamado Unidad (luego, Rusia Unida), controló la mayoría de escaños de la Duma —Cámara baja del Legislativo—, tras una serie de alianzas puntuales con comunistas y liberales, que marginaron alternativamente a ambas fuerzas del control del parlamento. Esta operación se completó con la restructuración del Consejo de la Federación—Cámara alta— con miembros afines al Ejecutivo.
Simultáneamente, se anuló la autonomía de los poderes regionales. Para 2004 ya funcionaban en Rusia siete distritos federales, dirigidos por enviados de Putin, que controlaban el presupuesto y los órganos de seguridad regionales. Los nuevos gobernadores ya no serían electos, sino designados por el presidente y confirmados por parlamentos locales copados por el oficialismo.
Se establecía, desde arriba, un nuevo pacto de gobernabilidad, bajo el cual la competencia o contestación al poder presidencial devenían tabú para las elites rusas. El ansia de orden de los empresarios , temerosos de perder las propiedades (mal)adquiridas en los 90; de las masas, interesadas en mantener la seguridad, los empleos y prestaciones del Estado; y hasta de la "oposición leal", que disfrutaría de un rol subordinado dentro del régimen, privilegió la estabilidad autoritaria antes que el desarrallo democrático. En el discurso político oficial, términos como "dictadura de la ley" (léase, injerencia reforzada de los órganos de justicia y policiales en la vida pública), sustituyeron a la noción y las prácticas del Estado de derecho. Y la democracia manejada al pluralismo político.
Tras dos períodos consecutivos de Putin, sobrevino la presidencia de Medvedev (2008-2012), quien intentó un mejor balance entre los tecnócratas aperturistas y los miembros del aparato de seguridad dentro de la elite del Kremlin. Anunció una apertura económica a la innovación tecnológica y la inversión extranjera, un sistema político menos cerrado y mejores relaciones con Occidente. Este mandato mostró los límites de una modernización autoritaria —acotada a la esfera económica y, en menor grado, a la administración pública, sin liberalización política y con Putin como poder tras el trono—.
Si bien la retórica aperturista generó expectativas incumplidas en la clase media y en Europa y EEUU, bajo el gobierno de Medvedev se extendió, previa reforma constitucional, el periodo presidencial y parlamentario, fortaleciendo al grupo en el poder. Para septiembre de 2011, con la anuencia de un presidente dócil, Putin anuncia su regreso a las lides presidenciales, contando con la estabilidad y estructura políticas construidas durante casi 12 años. Sin embargo, la respuesta de un importante segmento de la ciudadanía sacudió, al menos momentáneamente, la hegemonía putinista. Abrió paso a una nueva etapa, más autoritaria, del régimen ruso.
El sistema Putin
Para numerosos expertos en los asuntos rusos, la autocracia constituye un factor permanente de la historia del país euroasiático. Este modo de concebir y ejercer el poder adopta la forma de un Estado fuerte, capaz de responder a las demandas de seguridad, redistribución y modernización que acechan al país desde el siglo XVI. Lo que ha favorecido, desde Iván el Terrible a la fecha, la recurrencia de un poder personalizado, militarista e imperial; concentrador de todos los recursos humanos y materiales de la nación.
En este siglo, dicho modelo ha adoptado la forma de un autoritarismo competitivo, en que lo primero —el poder autocrático— avanza cada vez más en detrimento de los derechos civiles y políticos de la ciudadanía. Se trata de un régimen de fachada civil, en el cual si bien las instituciones democráticas —elecciones, parlamento, partidos— formalmente subsisten; el oficialismo posee y emplea un amplio conjunto de recursos —manipulación electoral, control de medios, abuso de recursos públicos, formas de represión y movilización— desequilibrando la cancha en su beneficio.
En el sistema Putin, el presidente monopoliza las decisiones claves, apoyado por los servicios de seguridad y las fuerzas armadas. Las formas no institucionales de gobernanza ligan concéntricamente, alrededor del presidente, a sus allegados de la antigua KGB, sectores de la burocracia y caudillos regionales; con arreglo a criterios de lealtad, parentesco, procedencia territorial o laboral. Y si bien semejante personalismo amplifica los déficits institucionales del Estado ruso, sirve a corto plazo para distribuir recursos, movilizar adherentes, garantizar la lealtad al poder y la reproducción del régimen.
Viejos rasgos de la era soviética —cuadros promovidos por su lealtad antes que por su desempeño, métodos administrativos y policiacos para tratar con los disidentes— se combinan hoy con la extensión del clientelismo social y la participación de varios grupos de interés en el usufructo de la renta pública, distribuida por el Estado.
Dado el control estatal sobre buena parte de la economía —en especial la producción de hidrocarburos y la industria de defensa— y la amplia empleomanía pública políticamente dependiente, no es sorpresa que las cotas de popularidad de Vladímir Vladímirovich se hayan mantenido altas por tanto tiempo. Ayudadas, coyunturalmente, por la ola de nacionalismo y xenofobia revanchista generadas tras la crisis y ocupación de Crimea. De tal suerte, la mezcla de represión, clientela y propaganda ha cocido un peculiar menú político en Rusia, en el cual la desacreditada democracia no figura como ingrediente apetecible para amplios segmentos de la ciudadanía.

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