La crisis de la “baja” cultura


Vivimos hoy una “baja” cultura que se refleja en ambas orillas, quizás un poco más en el país cercado por el mar, donde los habitantes viven en medio de la simulación, la monotonía y la delación/Cuba Encuentro

Francisco Almagro Domínguez, Miami | 17/10/2016 9:53 am


Noventa y un años nos contemplan desde que Jorge Mañach publicara su ensayo La crisis de la alta cultura en Cuba (1925). Es posible suponer que mucho ha cambiado en la Isla desde entonces. Pero el ensayo parece escrito para nuestro tiempo aún con las enormes diferencias económicas, políticas y sociales que nos separan. Lo que fuera una conferencia dictada en la Sociedad Económica Amigos del País tiene, como casi toda la obra ensayística de Mañach, una vigencia monumental.

Para poner la obra en contexto, debemos recordar que el autor había vivido el primer cuarto de existencia de Cuba independiente, llamada república “de generales y doctores” pues la sucesión de hombres de armas y de leyes en el poder hizo que la nación siguiera viviendo en la colonia, como afirmara otro famoso ensayista. Época de turbulencias, la inmadurez política de nuestros héroes militares, anticipada genialmente por José Martí, provocó que la cultura, sustento y razón de la libertad, no fuera una prioridad.
Maňach comienza definiendo lo que para él es cultura, distante de instrucción o educación, como “una suerte de unión sagrada, una fe y un orgullo comunes, una conciencia de actitudes hacia la tradición del pasado y hacia los destinos del futuro; y además… en el campesino o en el obrero más humilde, un aprecio casi supersticioso de las virtudes intelectuales de la nación”.
Hace un recorrido por la “producción cultural” autóctona del Siglo XIX —grande, variada, profunda— y lamenta la falta de seriedad, el “choteo” —tema recurrente en él— y la mediocridad que ha colonizado las esferas intelectuales y académicas de la sociedad. El autor distingue entre pensamiento, “alta cultura”, y niveles de conocimiento técnico y científico, en la Cuba de entonces elevados con respecto al resto de Latinoamérica gracias, entre otros factores, a becas y asesorías norteamericanas. Pero del mismo modo, lamenta Mañach la “falta casi absoluta de producción intelectual desinteresada”, y la “decadencia del coloquio”, de la polémica. Y como si estuviera entre nosotros todavía, concluye: “la crítica —esa función importantísima, organizadora de toda aspiración intelectual colectiva— no existe aquí”.
II
Los primeros intelectuales que abrazaron la Revolución cubana en 1959 formaban entonces —como el propio Jorge Mañach— una masa informe y versátil. Llevaban sobre sus hombros el fardo pesado de frustraciones, sueños pospuestos, sacrificios de todo tipo para ver su obra publicada o exhibida. Fue su pecado y su tentación: liberales y comunistas, conservadores, creyentes e incrédulos apoyaron, cuando no colaboraron y participaron activamente en la revolución “más verde que las palmas”. Ya conocemos el porqué y el cómo de los desgajamientos, algunos verdaderamente lamentables. La cultura, como toda actividad enaltecedora del alma humana, no debe tener encasillamientos ideológicos o políticos pues dejaría, precisamente, de ser honradez del bien para ser perversión, mal.
Pero intentemos otra mirada sobre aquellos primeros años de la Revolución Cubana, donde a pesar de tantas confusiones, negativas y exilios forzados, también se publicaron textos como nunca antes, florecieron bibliotecas por toda la Isla; hubo talleres literarios en escuelas, en fábricas y en granjas; grupos de teatro, academias de música y de plástica, y cine donde jamás había llegado la luz eléctrica. Entonces era posible ver lo mejor del ballet mundial, del teatro, del cine internacional o de la guitarra mejor pagada por apenas unos pocos pesos cubanos. El movimiento de aficionados, verdadera cultura popular, llegó a los lomeríos más apartados.
Siempre hubo una elite cultural que, como en toda sociedad totalitaria, se encargaría de “juzgar” lo “apropiado” y lo “peligroso”. Y como el autor y la obra eran una misma cosa, ambos iban a la pira purificadora del anonimato. Unos “subían” sin obra meritoria, otros bajaban al Hades del No-Ser, el peor de los castigos para un intelectual. Salvando nuevamente las distancias, Mañach había vivido algo parecido en los primeros años de la república. En la medida que el poder se radicaliza, se funde en unas pocas manos, la cultura que es “unión sagrada, una fe y un orgullo comunes”, se torna un modo de vida individual que hace de “cada uno un quijote de su propia aventura”. Y otra vez, como si desde las “alturas” el profesor Mañach nos hiciera un guiño, advierte: “todo es un quítate tú para ponerme yo. La cultura es un naufragio, y el esfuerzo un arisco sálvese quien pueda”.
III
El mecenazgo o el trabajo no intelectual son las fuentes de sustento del creador. Y en general, los creadores comen bien y fino. El mecenazgo está ligado indisolublemente al poder. Y ese poder, económico, crea una suerte de mercenarismo cultural donde se puede ser más o menos libre en la medida que el mismo poder se sienta seguro, económica y políticamente. El maridaje entre creador y mecenas termina cuando quien paga o no puede pagar o no tolera por su seguridad “excesos” del artista. El mecenazgo es el rasgo típico de las sociedades pre-capitalistas con verticalidad de mando, desde la Antigüedad hasta la Florencia renacentista, precisamente donde comienza a emerger un artista diferente al calor de la burguesía; alguien puede ser “comprado” por varios padrinos, y aun cuando sigue ligado a quien paga, son tantas las ofertas que es libre de escoger con quién, cómo y para qué trabaja.
Probablemente la etapa a la que Mañach se refiere como “sequía” cultural obedece a los primeros años republicanos en los cuales el cacicazgo político creo una legión de intelectuales “orgánicos”; una casta de burócratas y farsantes consentidos. Como dialéctica contraparte, comenzó a surgir también una generación de intelectuales —como el propio Mañach, Villena, Marinello, Lizaso, Tallet, Ichaso— que protagonizarían el acto de cultura política más inclusivo de esa República: la Protesta de los Trece. Esta nueva clase intelectual, “trabajaba”; Nicolás Guillén fue linotipista para pagar la impresión de sus obras; Lezama Lima, notario en la prisión del Castillo del Príncipe para, junto al mecenas Rodríguez Feo, publicar Orígenes, y Lino Novas Calvo después de boxear y hacer carbón entre otros oficios, fue descubierto como escritor al volante de un taxi habanero.
Son el post-machadato y los primeros años de la democracia constitucional, épocas de la mayor y más variada creación cultural de toda la historia republicana; el intelectual “mecenástico” prácticamente desaparece, dando lugar al intelectual-trabajador, comprometido solo con sus ideas y su forma de expresar el arte. Por cierto, una teoría no muy descabellada, y tal vez “antimarxista”, da a la intelectualidad cubana —libre-pensadora, informada— y a la clase media cubana de los años 50, los papeles protagónicos de la Revolución de 1959, y no a los “obreros y campesinos” o a las “condiciones objetivas” en un país cuyos niveles de educación, salud e inversiones eran, para la época, envidia de muchos en América Latina.
IV
Junto al nuevo mecenazgo que se instaló después de 1959, a las elites culturales se les pidió, con toda razón, absoluta fidelidad a un ente inasible y ambiguo llamado Revolución. Poco a poco se abrió el Mar Rojo Tropical —nunca mejor metáfora para un océano que se ha tragado tantas vidas— para dejar pasar hacia el exilio a una inmensidad —inmensidad, sí señor— de escritores y artistas “sediciosos”. Lo que ha ido sucediendo después, y es lo más lamentable, es que hemos vivido una cultura cubana escindida, ambivalente, trunca. Y ha sido dolorosa en varios casos porque trabajar fuera de la Isla no es fácil ni inspirador; no se puede separar artificialmente lo que “es una conciencia de actitudes hacia la tradición del pasado y hacia los destinos del futuro”.
Vivimos hoy una “baja” cultura que se refleja en ambas orillas, quizás un poco más allí donde los que han quedado atrapados en esa “maldita circunstancia del agua por todas partes”, por las razones que sean, viven en la simulación, la monotonía y la delación. La crisis económica de la debacle soviética hizo que el tradicional reparto de premios y viajes al extranjero se transformara en un circo de gladiadores con plumas y pinceles en ristre; mercenarismo y “jala-levismo” del que, quizás lo único salvable, ha sido la resucitación de algunos fallecidos sin nombre y sin tumba de los tiempos del mal llamado “Quinquenio Gris”. Aunque para ser justos, hay sus excepciones: ciertos personajes resurrectos de hoy son peores que el centurión de la lanza, dispuestos a clavársela a cualquiera.
Los comisarios culturales del régimen están muy preocupados, según se deja leer en la prensa oficial, y no es para menos. La vida cultural, que depende siempre de la salud económica y política del país, está en una crisis irreversible. A la mediocridad global de la Civilización del Espectáculo —en Cuba algo así como la “Apoteosis de la Incivilización”—, se le suman las deplorables condiciones de las bibliotecas públicas, de los conservatorios de música, de las galerías —no las que venden en “moneda dura”— de los teatros y los cines, algunos de ellos desaparecidos para siempre bajo la apariencia de un parque sin árboles y sin amantes. A la crisis se le suma el cansancio, el aburrimiento de las nuevas generaciones para las cuales los símbolos revolucionarios son grilletes y no laureles. Y las elites culturales del exilio deberían preocuparse también. Una buena cantidad de cubanos y sus descendientes aborrecen el español, odian a José Martí por “comunista”, y tienen a Cuba por una isla mediocre, sin pasado, que no merece ni una plática de sobremesa dominical.
Esta crisis de “baja” cultura no conoce ideologías ni matices políticos. Y como todo trance, oportunidad y peligro, paradójicamente puede estar salvando la cultura nacional del desastre absoluto, del entierro faraónico a que se encamina. La “cultura de la Revolución” comienza a desdibujarse, como lo hace la llamada “cultura de la Contrarrevolución”; las fronteras se borran, y ambos territorios parecen ir caminando hacia un lugar común, el Aleph del que nunca debieron “partir”. Ha sido la democratización de la tecnología, que en otros países ha conducido a la vulgaridad y a la grosería, lo que, contrariamente, al cubano está descubriendo otra realidad. Las obras sin autores y los muertos insepultos ya no son posibles.
Pero será difícil la reparación de todo el entramado cultural cubano porque el daño ha sido grave, prolongado, contumaz. La soberbia aspiración de construir una cultura basada en una ideología, prescindiendo del “aprecio casi supersticioso de las virtudes intelectuales de la nación”, solo puede anidar en cabezas muy enfermas. Comisarios y policías del pensamiento creen que tendrán una segunda oportunidad en la Isla. En más de cincuenta años de soledades y abandonos no acaban de descifrar en los pergaminos la palabra Libertad.

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