Alfredo Hornedo, un ejemplar cubano


Por Nancy Pérez-Crespo

Hoy inicio una serie —que publicaré ocasionalmente— de perfiles de las figuras más relevantes y distintivas que vivieron y brillaron en la época republicana.

En esos 57 años de República, Cuba alcanzó niveles tan importantes, que en 1959, a la llegada de la «peste», era uno de los países más prósperos y civilizados de América Latina y el Caribe.

La República logró grandes adelantos en la arquitectura, así como en la industria y el turismo. La ganadería y la agricultura abastecía el consumo nacional y exportaba renglones tan importantes como azúcar, tabaco, minería, ron, ganado y otros insumos.


Este progreso se debió en gran parte a la total libertad empresarial y al ingenio y tesón de muchos hombres y mujeres que decidieron correr la suerte de la república en ciernes, que en 1902 se encontraba empobrecida y casi en ruinas como consecuencia de la guerra de independencia y el despojo de sus bienes y mezquindad de la Colonia.

Aunque es lícito reconocer que en los cuatro años de la intervención americana (1898-1902), hicieron grandes obras, principalmente en sectores como la sanidad y la salud.

Entre esos emprendedores hombres de negocios se destaca el «ilustre» Alfredo Hornedo y Suárez, como sardónicamente le llama el otrora historiador de La Habana (ahora caído en desgracia), Eusebio Leal y Spengler, que en su niñez vivió en las cercanías de Carlos III y Castillejo, donde Hornedo construyó su gran mansión. Masión, que el niño Eusebio merodeaba en las tardes.

Según cuenta el periodista Ciro Bianchi, erigido con el castrismo, como el cronista de la época republicana y que en sus historias, siempre destaca los males y esconde la parte interesante de la historia, Eusebio Leal recuerda a Hornedo vestido de gris, de chaleco y leontina; de media estatura, y «lo plateado de su cabellera  y lo bronceado de su piel lo convertía en un ser casi fascinante a los ojos del niño que lo observaba.  A su lado, un sirviente o mayordomo cargaba unos perritos carmelitas finísimos y  le extendía un rollito de papel con monedas de cinco centavos que Alfredo Hornedo no tardaría en repartir entre los niños del barrio que a ratos se colaban en el patio de su palacete, situado en Carlos III y Castillejo, para saludarlo y esperar la dádiva con que el millonario los recompensaba».

Y así continúa Leal: «Algo extraño evocaba el humilde pasado de aquel hombre. Otro sirviente traía una bandejita, sobre la cual, humeante, oscilaba una jícara de güira antigua y pulida, con café, que él apuraba».

«El dintel del portón que daba al patio de la casona estaba cubierto por un exuberante y florido jazmín de cinco hojas, mientras que el inmueble parecía rodeado por el halo del recuerdo de doña Blanquita, la esposa del millonario, que según el decir popular había sido buena y generosa con los incontables pobres a quienes extendió la mano desde su silla de ruedas».

Qué seres humanos tan nobles y humildes fueron Blanquita y Alfredo Hornedo, que hasta estos canallas comunistas no pueden tirarles el fango que acostumbran contra la reputación de los burgueses cubanos.

Fue Alfredo Hornedo un ingenioso y lúcido político y hombre de negocios que aunque tuvo una infancia muy humilde y hasta vendió naranjas por las calles habaneras, un día, para su suerte, comenzó a trabajar como cochero de la familia Maruri.

El matrimonio Maruri tenia una hija, Blanquita, la bella señorita de la casa, que se enamoró del cochero y terminaron casándose. Pero en esta historia de amor el pobre que se casa con la joven rica no se dedicó a dilapidar la fortuna heredada, por el contrario. Y aunque le favoreció la posición social y la patrimonio de sus suegros, Hornedo, con su gran inteligencia y habilidad, en muy poco tiempo, hizo crecer la fortuna de los Maruri, conviviéndose en un exitoso e intrépido inversionista.

Incursionó en la política y resultó elegido por el Partido Liberal, primero en 1914, como concejal del Ayuntamiento de La Habana, hasta llegar a Senador, electo 1938 y reelecto en el 44 y el 48. También fue delegado a la Asamblea Constituyente de 1940 y presidió el Partido Liberal entre 1939 y 1947.

Este habanero, nacido en 1882, construyó y operó, desde 1920, el Mercado Único, en gran parte, su plataforma para iniciar una exitosa carrera en disímiles negocios.

Propietario principal de los periódicos El País y Excelsior, y socio del periódico El Crisol, además del Mercado Único de La Habana, situado en la manzana de las calles Monte, Cristina, Arroyo y Matadero, construyó el Casino Deportivo, en Primera entre 2 y 8 en Miramar y era un centro de distracción con balneario para  familias de la clase media.

Como dato curioso fue en el Casino Deportivo donde se inicio el famoso «paso Casino», un baile de salón que comenzó a practicarse, caracterizado por estimular la creatividad a partir de la libertad de movimientos y debe su nombre al Casino Deportivo.

Hornedo era dueño también del Club de Cazadores de La Habana, del reparto Casino Deportivo y de innumerables bienes inmuebles.

En 1949 construyó el teatro Blanquita (que bautizó en honor de su esposa ya fallecida) y fue quizás la obra que más le enorgullecía, porque por su empeño y tesón, fue considerado, en su época, el mayor teatro del mundo, con 6600 lunetas, quinientos asientos más que Radio City Music Hall, de Nueva York.  También contaba con una pista para patinaje sobre hielo.

Casado en segundas nupcias con Rosa Almanza, dio el nombre de ella al hotel residencial que, en 1955, construyó en la Avenida Primera de Miramar: el Rosita de Hornedo, un bellísimo edificio de once pisos con 172 apartamentos y dos pent houses.

Alfredo Hornedo fue considerado entre los hombres más ricos de la Isla y todos los bienes y la fortuna de este extraordinario cubano fueron robados por los comunistas que 1959 se adueñaron del poder.

Muchas de las propiedades y construcciones del ingenioso Hornedo aún le sobreviven pero, como a todo en Cuba, les cambiaron los nombres para que las nuevas generaciones pensaran que eran obras de la «revolución». Así al Teatro Blanquita le endilgaron el horroroso nombre de Karl Marx (así, en alemán), al edificio Rosita de Hornedo, le pusieron Edificio Sierra Maestra y a la que era su residencia (el majestuoso palacete de Carlos Tercero) ahora le llaman la Casa de Cultura «Joseito Fernández» de Centro Habana.

Es este relato de la vida y obra de Alfredo Hornedo un pequeño ejemplo de la Cuba que fue y del país que nos arrebataron los que nada hicieron por levantarlo, al contrario.

En 1902 los cubanos tuvieron que empezar de cero, construir una nación de la nada, una tierra en ruinas y el país devastado. Muy diferente fue el panorama que encontraron los barbudos y los comunistas que, en 1959, se apoderaron de Cuba. Ellos heredaron un país prospero, pujante, emprendedor, rico, informado, moderno y casi feliz.

Lamentablemente 55 años de desbarajustes y desaciertos, de envidias, lucha de clase, robos y represión, forzando una ideología obsoleta, muertes, presos políticos, fusilados, exilio, entre otros muchos males, solo han dejado ruinas, miseria, hambre, tristeza y desolación. Pobre Cuba, qué etapa tan cruel.

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